En los años sesenta aparecieron movimientos culturales que pretendían cambiar el mundo. Querían más libertad sexual, el fin del consumismo capitalista y un reencuentro con la naturaleza. Sus proclamas aparecían en la televisión con música pop de fondo, y parecían en verdad el inicio de una revolución. Sin embargo, esas formas de vestir y hablar extravagantes, esa música estridente y esa rebeldía vital no sólo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y a ser asumidas por la publicidad de las grandes empresas y la propaganda política.
Desde entonces, las revueltas de esa clase se han multiplicado -en España, por ejemplo, con la Movida madrileña o el movimiento antiglobalización-, pero su destino siempre ha sido el mismo: la disolución de sus propuestas políticas, el triunfo de su estilo y su cultura, y el surgimiento de una figura singular: el rebelde burgués. Con las imágenes del reciente 15-M aún en la retina, esta mirada a la revolución divertida constituye una reflexión fundamental sobre la sociedad contemporánea.
El 23, 24 y 25 de julio de 1977, el sindicato anarquista CNT, grupos libertarios reunidos alrededor de la revistaAjoblanco y cooperativas artísticas celebraron en Barcelona las Jornadas Libertarias. Se trataba de un acto abierto “a todos los trabajadores, a todos los oprimidos del mundo, a todos los que luchan por la causa de la libertad contra el Estado, contra el Capital, contra el Poder”, cuyo fin era poner al día la tradición anarcosindicalista que había quedado interrumpida en España tras la Guerra Civil. Para ello se organizaron en el Saló Diana cuatro debates sobre el libertarismo, la relación entre anarquía y marxismo, sobre las formas de organización anarquista y sobre el anarquismo en la sociedad industrial, y conversaciones sobre el feminismo, el antimilitarismo y el ecologismo. Además, por las noches se celebrarían conciertos y actuaciones teatrales, sobre todo en el Parc Güell. Se trataba de aunar discusión intelectual y diversión para luchar contra las estructuras políticas y morales que dejaba el franquismo y contra la democracia capitalista que parecía que iba a seguirlas, pero también era un acto de repudio hedonista contra los muchos partidos de izquierda ortodoxa que se estaban organizando para acceder al poder en cuanto les füera posible y los artistas e intelectuales -Barcelona Libertaria, el diario editado por Ajoblanco esos días, citaba a Lluís Llach y Raimon- que trataban de hacerse un lugar, y un poco de dinero, en la escena cultural de la Transición. Aunque los organizadores rechazaban explícitamente los liderazgos y las personalidades famosas, invitaron a loa actos a Noam Chomsky -que declinó la invitación- y a Daniel Cohn-Bendit, que aceptó, y al llegar a Barcelona alertó a Pepe Ribas, el responsable de Ajoblanco, sobre Helmut Schmidt, Mário Soares y Felipe González: “Son los nuevos embaucadores; venden lo mismo que los fascistas pero envuelto en lazos de socialismo desguazado”.
Seiscientas mil personas, según Ribas, pasaron por las noches festivas en el parque. Las actuaciones eran informales y caóticas, la gente follaba entre los arbustos, y en una ocasión el dibujante Nazario y el pintor Ocaña interrumpieron a un cantante vestidos provocativamente, iniciaron un striptease y Oraña acabó orinando ante el público. Una parte de los presentes rugieron de placer, pero los viejos cenetistas que habían vivido en el exilio o la clandestinidad parecían no entender nada. Según uno de los organizadores, no todos ellos aceptaban el amor libre. “Una muestra más del quiebro generacional”, afirmaría en sus memorias Pepe Ribas. El movimiento libertario barcelonés de la época, sobre todo entre los más jóvenes que se reunían alrededor de Ajoblanco, algunas comunas, el cómic independiente y la música que se tocaba en la sala Zeleste, era poco articulado ideológicamente. Seguía los postulados de la “nueva izquierda” estadounidense de los hippies, la liberación sexual y la espiritualidad oriental -que en buena medida introdujo en España Luis Racionero tras su experiencia en Berkeley-; estaba influido por el situacionismo y su revolución de la vida cotidiana, por la revolución divertida del 68 francés y por movimientos europeos contemporáneos como el de los provos holandeses. Su agenda era muy maximalista, y su apuesta por formas organizativas como la asamblea, la toma de decisiones mediante el consenso y no la mayoría y el intento de mantener en una misma estructura a gays con estética agresiva y a viejos trabajadores industriales de izquierdas pero instinto conservador resultaría poco atractiva. Sin embargo, sus críticas al totalitarismo soviético y su repudio por toda forma de autoridad, capitalista o comunista, les daba un cierto aire de superioridad moral y lúdica frente a los aparatos de las renacidas organizaciones de izquierdas que sólo pensaban en el poder futuro y por ello debían pactar constantemente con el poder del momento. Su programa político era puramente utópico, pero no importaba porque nunca tendrían la posibilidad de tratar de implementarlo. Se trataba de pasarlo bien, intelectual y físicamente, en interminables debates ideológicos y prolongadas juergas. La revolución implicaba tanto subvertir el orden político burgués como poner patas arriba sus formas de vida cotidiana.
Las Jornadas Libertarias acabaron mal y casi pusieron fin al sueño anarquista. Como cuenta Ribas, cuando el lunes 25 de julio iba a celebrarse el último de los debates en el Diana, “Crítica a la sociedad industrial y alternativas libertarias. Anarquismo y ecología”, se inició una caótica discusión entre quienes querían seguir con el programa y quienes querían irse al Parc Güell a manifestarse por los presos políticos. Hubo discusiones entre distintas facciones del grupo y supuestos infiltrados leninistas. El moderador pedía unidad y el fin del sectarismo: “Cuando el capital actúa unido en todos los frentes, nosotros no podemos ir por un lado, los homosexuales por otro y los ecologistas por otro”. Ribas se vino abajo: “Los obreros se habían educado en el sindicato y en el atenero libertario, mediante conversaciones y lecturas, cuando la CNT luchaba en el marco del mundo del trabajo y de la producción. Pero a partir de la década de los cincuenta, la irrupción de la televisión y de la cultura de masas había invadido todas las áreas […], conquistando las distintas esferas de la vida y desvirtuando la línea divisoria entre la cultura de la clase obrera y de la burguesía […] La CNT del futuro, dijo el anarquista cuyo nombre no he podido averiguar, ya no podía centrarse sólo en el mundo laboral. Cada grupo alternativo debía desarrollar una propuesta en su campo de acción, juntarlas todas y elaborar una alternativa global en los diversos campos de la vida cotidiana”. Era imposible. Cada una de las facciones tenía sus propios intereses, y por satisfactoria que resultara, la mezcla de hedonismo y lucha política no era eficiente para la llegada de una revolución cuyas condiciones objetivas, como creían por igual la izquierda marxista y la libertaria, se daban de sobras.
Acabó por convertirse en una chiste generacional. Los españoles que hoy peinan sesentaitantos se dejaron caer,todos ellos, por aquel París en llamas de mayo de 1968, alzaron su mano en las asambleas de la Sorbona y sedujeron a una francesita a la sombra de las barricadas. La referencia no es casual. En aquel París, pero también en Praga, en Ciudad de México o en los campus de Estados Unidos, explotó una revuelta inédita, protagonizada por un no menos novedoso agente que en nada se asemejaba al hasta entonces central obrero fordista clásico: la juventud más o menos burguesa de clases medias. Y, desde entonces, según defiende el periodista Ramón González Férriz (Granollers, 1977) en La revolución divertida (Debate, 2012), los 60 activaron una apelación insoslayable para cualquier debate político, social y cultural de los años que siguieron. Hasta hoy. El libro de González Férriz recorre la biografía de ese rebelde divertido: del 68 al 15M, de la postmodernidad o la movida madrileña a la antiglobalización. Y cómo en el interín transformó el capitalismo tornándolo más flexible y más fuerte que nunca.
Pregunta- Los 60 inventaron la juventud, el pop, el feminismo, los derechos civiles ¡y hasta las relaciones sexuales! ¿Cómo explicar el acelerón histórico?
Respuesta- Bueno, naturalmente esto es una exageración. Todo eso ya existía antes. Pero en los sesenta aparecen -o, al menos, se popularizan- una serie de fenómenos que hacen más visibles esas cosas. Los más evidentes son la televisión, que influye muchísimo en la escenificación y la propaganda políticas, y la música pop, que transmite mensajes políticamente laxos, pero de apariencia revolucionaria. Esa es la década en la que se generaliza el uso de la píldora anticonceptiva. En la que la publicidad gana fuerza y utiliza cada vez más los reclamos sexuales, especialmente femeninos, para casi cualquier cosa. En ese mismo momento, además, la izquierda se está transformando tanto en Estados Unidos como en Europa, y muchos de los izquierdistas jóvenes están más preocupados por asuntos de libertad moral y sexual, de derechos civilies y pacifismo, de comunitarismo y antimaterialismo, que por las tradicionales reivindicaciones de los obreros industriales. Lo que sucedió fue que se produjo un cambio generacional muy fuerte, debido a causas demográficas -en los sesenta había muchos, muchos jóvenes nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, un gran porcentaje de los cuales pudo ir a la universidad- y a innovaciones tecnológicas que afectaron a casi todos los aspectos imaginables de la cultura popular.
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P.- ¿Fue la de los revolucionarios del 68 una amarga victoria?
R.- Los revolucionarios del 68 ganaron en todo menos en la política. Cambiaron la cultura y la moral pero no lograron alterar, a corto plazo, la política. Ahí siguieron, casi como si nada, los partidos políticos, el parlamentarismo, la separación de poderes, las fuerzas del orden, la propiedad privada; todo lo que rige la democracia capitalista. Lo que pasa es que, aunque les llamemos revolucionarios, no lo eran. Revolucionarios, en sentido estricto, eran los bolcheviques rusos o los barbudos cubanos. Lo de esta clase de rebeldes no era una verdadera revolución -hablo, por supuesto, de los países democráticos, no de España o de Europa del Este, que eran dictaduras donde todo era mucho peor y más complicado. No lo sabían, pero eran capitalistas innovadores.
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P.- En España el 68 llega con diez años de retraso, con el libertarismo catalán y la Nueva Ola madrileña. ¿Cuáles fueron nuestras peculiaridades?
R.- Tengo una gran debilidad por los libertarios catalanes. Si miras sus revistas, sus libros y sus canciones, dirías que nadie como ellos comprendió cuáles serían las discusiones de nuestro tiempo: la homosexualidad, las drogas, las formas familiares, la religión, la igualdad de sexos, el ecologismo, la energía nuclear. Sin embargo, al mismo tiempo,los libertarios no entendieron nada del mundo que venía. Creyeron de verdad en la lucha hedonista e ingenua, se negaron rotundamente a aceptar subvenciones estatales y a entrar en empresas con ánimo de lucro y en partidos políticos, y por eso mismo se desvanecieron como movimiento, aunque algunos de sus miembros sí hicieron carrera. En cambio, los de la Nueva Ola, o la Movida, comprendieron exactamente cómo había que ascender en el mundo contemporáneo: fundar empresas, aceptar patrocinios estatales, convertir la autenticidad en un elemento de marketing.
P.- Precisamente hace poco un libro colectivo ha denunciado la Cultura de la Transición por su inmovilismo y su cercanía al poder y al mercado. Usted sencillamente lo llama "normalidad"...
R.- No estoy de acuerdo con la mayoría de diagnósticos que hace ese libro, pero sí con su premisa: que la cultura española depende demasiado del poder y eso hace que sea poco incómoda, poco molesta. La raíz del problema está precisamente en el momento en que, al principio de la democracia, el Partido Socialista -yo creo que con buena fe y no por un maquiavelismo sofisticado - quiso dar un amparo especial a la cultura, incluso o sobre todo a la más transgresora, copiando el modelo francés. Uno podría pensar que así se garantizaban los derechos culturales de los españoles, pero no fue así y el Estado acabó convertido en productor de cine, editor de libros y promotor de conciertos. Creo que ese no es su trabajo y que, además, es malo para la cultura. También un buen puñado de intelectuales conservadores que insisten en reducir el Estado y eliminar subsidios -y que hoy se presentan a sí mismos como los nuevos rebeldes- lo hacen con sueldos públicos.
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P.- El próximo 25-S se ha llamado a ocupar el Congreso. Usted afirma que el 15-M es cualquier cosa menos nuevo salvo en algo, en su explosión mediática…
R.-No quisiera parecer frívolo, pero hay una cosa curiosa en dos fenómenos rebeldes recientes que tienen mucho que ver con la dependencia de los movimientos rebeldes de los sesenta de la televisión y los medios. Sánchez Gordillo es conocido ahora por organizar pequeños robos en supermercados. Pero lo revelador del caso es que, antes de esos asaltos, los revoltosos llaman a los -muy capitalistas- medios de comunicación para que les filmen haciendo la revolución. Es decir, no se trata de "expropiar" alimentos, sino de salir por la tele "expropiando" alimentos. Mandan convocatorias de prensa como cualquier partido político o empresa de productos culturales. La toma del Congreso, por otra parte, se presenta a sí misma como una toma "simbólica". Es decir, no se trata de tomar el Congreso como harían los revolucionarios de verdad sino de salir en los medios escenificando un acto que no va a llegar a producirse. En ese sentido, aunque entiendo muy bien que mucha gente esté enormemente enfadada con la política y con nuestra situación económica, y por lo tanto se solidarice con actos que quizá le parezcan un poco extremos pero que sirven para exteriorizar su ira por persona interpuesta, no son verdaderos actos revolucionarios, sino "revoluciones divertidas", actos destinados más a aparecer en los medios masivos que a cambiar la política. Como en los sesenta, aunque ahora internet tenga el mismo o más peso que la televisión.
P.- "Rebelarse se ha convertido en una tradición, concluye". ¿Un complemento para el mercado?
R.- En circunstancias como las actuales, hay motivos de sobra para mostrar ganas de cambio. Sin embargo, la rebelión significa hoy tantas cosas que es difícil saber qué significa en realidad. Los manuales para ejecutivos les recomiendan que se rebelen, que sean ellos mismos, que luchen, que no sean acomodaticios con el statu quo. Los libros de autoayuda más inanes hablan de revoluciones interiores y cambios radicales. La publicidad de coches nos invita a ser inconformistas, a ser revoltosos, a no respetar las reglas. A algunos les parece que Facebook es una gran plataforma para la organización política y la revolución, pero es una empresa cotizada en Wall Street con accionistas y directivos millonarios. Nike lleva tiempo tratando de vender zapatillas de deporte apelando a nuestra rebeldía. Ya en 1984, Apple afirmaba en un famoso anuncio que si comprabas uno de sus ordenadores eras un rebelde. Los movimientos de los sesenta fueron positivos en muchos sentidos, como ya he dicho, pero también convirtieron palabras como "rebeldía" y "revolución" en gadgets capitalistas, en perfectos reclamos de marketing.Lo sorprendente es que se sigan copiando sus tácticas como si, en efecto, fueran verdaderamente revolucionarias. No lo son.
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